Nos
movíamos de Este a Oeste por el desértico valle que conducía hacia Ticlo.
Ticlo es la agónica capital
administrativa de Crotavia.
Habíamos completado un mes de avance hacia la
capital y ya estábamos a pocos kilómetros. Nos movíamos "limpiando" el camino. A veces encontrábamos resistencia capaz de detener nuestro avance, ahí
nos instalábamos y aplicábamos el plan "Ópera". En dos
días éramos capaces de crear un frontera infranqueable, aún bajo
intenso fuego enemigo. Cada vez que lográbamos construir las trincheras,
barricadas y defensas, significaba que una vez más reducíamos su espacio y que los empujábamos cada vez más cerca de Ticlo.
Volví
de donde mi mente haya estado al escuchar al capitán Manríquez gritar mi
apellido y mi tarea. Me tocaba con Jiménez en la ametralladora. La misión era la siguiente: Disparar ráfagas de 10 segundos cada 10 segundos. Dispararlas manteniendo ese ritmo, durante las 5 horas que duraban los turnos.
La
ametralladora cantaba su ópera del miedo. El que ha estado bajo fuego de
una MX100 sabe lo que digo. A pesar de ser un arma de baja precisión,
pesada y poco eficiente en términos de municiones, estaba considerada como un
armamento temido. Ella era el pilar de nuestro plan cuando deteníamos nuestro
avance. Era nuestro martillo sicológico. Al ir encerrando al
enemigo y obligándolo a retrasar sus defensas cada vez más cerca de la ciudad,
el efecto sicológico, más que bélico, de nuestra MX100 iba aumentando. El estruendo de
las ráfagas, disparadas constantemente a intervalos regulares durante horas era la música que acompañaba los días y las noches de tensa espera.
Las
explosiones, disparos, gritos y alaridos que acompañaban esta guerra no tenían
ninguna similitud a esta música, estos últimos eran azarosos, no había una
partitura y no podrían ser considerados como una improvisación musical de
la muerte. Solo eran ruidos, resultados de alguna granada, rifle o
soldado que se abrazaba a su último momento de vida.
El
enemigo entendía muy bien lo que la MX100 quería decir con su emotiva ópera.
Era un claro mensaje de que nosotros habíamos consolidado
nuestro avance, y que estábamos preparando el próximo.
Mientras los soldados descansaban y los estrategas discutían el
próximo movimiento, la MX100 daba vuelta sus pulmones. Disparaba sus
notas al azar, día y noche. Todos podían escucharla. Era el sonido
ambiental de los momentos de pausa de esta guerra. Sabíamos de el daño
que producía esta música en el enemigo, la música tiene la capacidad de modificar
los estados de ánimo, de avivar las sensaciones e iluminar recuerdos
oscurecidos por el tiempo. La música de la MX100 era la ópera de la
angustia, del miedo a la muerte, un preludio al desastre. Su efecto era
tan fuerte que incluso en nuestro bando habíamos tenido que dar de baja a una
docena de soldados que no resistieron más el concierto, los nervios los tenían
destrozados. La ópera los hacía tiritar y ponerse en posición fetal.
Dos terminaron su vida corriendo directamente hacia las semicorcheas
escupidas con furia por la MX100. Si esto causaba en nuestras tropas,
imagínese lo que ocurría entre los Crotianos.
Mi
turno en el nido de la MX100 había comenzado. Yo ya había estado a cargo
de esta orquesta de un solo instrumento y conocía su temperamento. La
primera hora era bastante fácil. Se necesitaba de dos operadores: el
"péndulo" y su asistente. Nos turnábamos estas
tareas, cada una hora, cambio. El péndulo debía disparar sin perder
el ritmo las ráfagas de 10 segundos cada 10 segundos y mantener una
oscilación que no superara los grados calculados para que la lluvia
de balas impactara dentro del rango "útil". El asistente se
encargaba de la recarga de munición de la MX100, tenía 10 segundos
para desconectar la correa de balas usada y conectar una nueva. Usábamos un metrónomo para no perder el ritmo y unos
protectores auriculares para no quedar sordos.
Los
efectos del humo, la vibración y el calor generado por la MX100 comenzaban a
sentirse durante la segunda hora de operación. Me recordaba a las veces
que he tenido fiebre, duelen los huesos, transpiración helada pero
mucho calor. Eso y visión borrosa. Comparado a
sensaciones que había tenido durante ese último mes estos
síntomas eran solo un detalle.
Después de
tres o cuatro horas de música te transformabas en parte de la MX100,
te sentías de metal...no se sentía nada. Solo el ritmo del
terror retumbando desde las entrañas hacia afuera. No tenía sentido
hablar durante la operación de la MX100, era imposible escuchar algo.
El
enemigo nunca había intentado nada durante los conciertos. Solo esperaba
angustiosamente a resistir el próximo ataque, el cual se iniciaba exactamente
cuando había un silencio mayor a 10 segundos. Ese segundo extra de
silencio, el onceavo, hacía temblar a cualquier ser humano a 5km a la redonda.
Estábamos cerca
de terminar nuestro turno. Yo estaba de asistente y me tocaba recargar
una vez más los pulmones de nuestra cantante de voz grave cuando ocurrió.
Yo
había sido obligado a enlistarme en el ejército. Antes de eso había sido
obligado a trabajar en la fabrica de clavos. Mis sueños y ganas de
manejar mi vida habían sido cortados constantemente por razones
externas. Las vueltas de la vida, como dicen. En dos segundos tome la
decisión. Como militar estaba convencido que era
una decisión ganadora. No recargué la MX100.
Jiménez quedo congelado, no de susto, solo rompí el ritmo bajo
el cual estaba hipnotizado. Me miraba sin moverse y sin ninguna expresión
en su cara. Yo, un soldado simple había tomado la decisión de iniciar el
ataque final. Al detenerse el estruendo por más de 10 segundos se generó
una reacción instantánea, todos se armaron, se formaron y comenzaron el avance,
tal como lo habían hecho muchas veces durante el último mes. Los altos
mandos fueron los únicos que estaban extrañados por lo que ocurría, no era
parte del plan, pero estaban muy conscientes que ya era imposible detener el
ataque.
Fue
una masacre, llegamos hasta la plaza de Ticlo tomando todos los edificios
públicos. En menos de dos horas habíamos controlado la ciudad.
Tres
días después me encontraba yo y Jiménez ante el tribunal
militar. Cuando me tocó hacer mi
declaración dije lo siguiente.
"Estoy desilusionado de
cómo son las cosas. Entiéndame bien, no me refiero a la crudeza de la
guerra, soy un soldado y entiendo mi misión. Estoy dispuesto a luchar por
lo que creo, a dar la vida por mi país. Lo que ocurrió ese día
y las atribuciones que me tomé se deben al razonamiento que expondré a
continuación. Los Crotianos ya estaban derrotados,
no tenían comida, energía eléctrica, ni armamento pesado. El mantener el plan Opera solo significaba alargar la agonía del enemigo y
causar ansiedad y angustia innecesaria entre nuestros soldados.
Ese día, cuando me toco mi turno de ir al baño, vi cómo los generales y
estrategas estaban bebiendo y jugando dominó. Me demoré dos segundos en
tomar la decisión de no recargar la MX100 y dar el inicio del fin de
esta guerra. No tuve duda que era la mejor decisión, incluso para
los habitantes de Ticlo. Aún en la guerra se puede ser digno e íntegro,
incluso con el enemigo, eso me diferencia de un asesino común y corriente. A pesar de haber dado muerte a muchos, he conservado mi humanidad y por
eso actúe como uno."
No
hubo explicación detallada de nuestra sentencia. 20 años para mí, 10 para Jiménez. Fui esposado y sacado del tribunal por una puerta trasera hacia la calle en donde me esperaba el furgón. Un gendarme me empuja con firmeza en dirección al furgón que me llevaría a la penitenciaria.
Antes de subirme al furgón el gendarme me habla, y con un marcado acento
Ticlano me dice: "soldado, tus palabras en el juicio te salvaron de la humillación a la que
tu país te condena, 20 años de cárcel. Te daremos el final que un soldado merece" y me cerró un ojo. El gendarme con una gran sonrisa cerró la puerta del furgón. Nunca había visto a un Ticlano sonreír, se veía como cualquiera que ríe, satisfecho.
El furgón hizo sonar las ruedas al partir. Dimos la vuelta a la cuadra y a toda velocidad nos subimos a la vereda, deteniéndonos casi al frente del tribunal. El techo del furgón salió expulsado hacia arriba dejando expuesta una MX100, cargada y lista. Casi todos los asistentes al juicio estaban amontonados como ovejas en las blancas y largas escaleras de los tribunales.
Comenzó la
música que nunca pensé escuchar nuevamente. La MX100 cantaba su
obra maestra, como nunca la había escuchado. Esta vez no se detuvo a los 10
segundos. Masacre. El furgón partio conmigo y Jiménez con rumbo desconocido.
Al amanecer le dije a Jiménez, "Lo que es justo, es justo". Él asintió seriamente. Sin vendarnos los ojos, mirando al frente y libres de amarras, esperamos nuestra ejecución frente a los 748 Ticlanos sobrevivientes de la guerra y que hoy celebraban su primera victoria.